Por Sergio Chejfec
Me puse a pensar entonces en la cantidad de tiempo que llevo caminando. Años, décadas. En el caso de vivir demasiado más podría seguir sumando, porque si de algo estoy seguro es de que nunca dejaré de caminar. Sin embargo, aun con esta tremenda cantidad de recorrido, en realidad ninguna caminata me ha brindado auténticas revelaciones. No ha sido en mi caso como en el pasado, cuando los caminantes sentían reencontrarse con algo que sólo se ponía de manifiesto en el trance de andar, o creían descubrir aspectos del mundo o relaciones en la naturaleza hasta ese momento ocultas. Yo nunca encontré nada, sólo una vaga idea de lo novedoso o lo diferente, por otra parte bastante pasajera. Pienso ahora que caminé para sentir un tipo específico de ansiedad, que llamaré ansiedad nostálgica o nostalgia vacía. La ansiedad nostálgica vendría a ser un sentimiento de privación de nostalgia cuando no se tiene la opción de sentir una nostalgia real. Puede haber varios motivos para el bloqueo. Si voy a explicarlo debo recurrir a historiar mis ideas prestadas, de las que estoy lleno - aunque no por eso creo que no me pertenezcan de pleno derecho, al contrario.
Una de estas ideas, de las primeras en ser asimilada hasta convertirse en propia, consistió en la idealización, romántica primero y moderna después, de las caminatas. Algo habrá fallado en mí, ya que cuando debí elegir una vida para el futuro ninguna me convenció. Desde un temprano momento me he sentido inepto para albergar cualquier entusiasmo: incapaz de creer en casi nada, o en nada directamente; decepcionado de la política con anticipación; incrédulo ante la cultura juvenilista pese a ser entonces joven; espectador ocioso de la carrera colectiva hacia el dinero y el llamado éxito material; reticente frente a las bondades de la conducta caritativa o de la autosuperación; ajeno a los beneficios de procrear y a las posibilidades de continuidad biológica; ajeno también a la idea de estar pendiente de los deportes o de alguna variante del espectáculo; incapaz de entusiasmarme ante alguna impracticable vocación profesional o científica; inepto para las artes o las artesanías; también para el trabajo físico o manual; también para el intelectual; inútil en síntesis para el trabajo en general; imposibilitado de soñar; descreído de cualquier opción religiosa pero anhelante de pasar por la primera experiencia de este tipo; demasiado tímido o incompetente para una entusiasta vida sexual; en fin, carente de todo esto no me quedó más opción que caminar, lo más parecido a la mente disponible y en blanco.
Caminar sin hacer nada más. No caminar sin destino, como podían ilusionarse los personajes modernos, atentos alas novedades de la casualidad y el territorio, sino con destinos alejados, casi inalcanzables o inaccesibles, poniendo a prueba los mapas. Me reía cuando alguien me decía que una ciudad era demasiado grande. Y me reía también cuando me decían que era demasiado pequeña. La medida de la ciudad es uno, eso lo sabe solamente quien camina para nada, de hecho como un perro curioso cuando de ha extraviado y ha perdido sus referencias pero aún no padece hambre ni soledad. Esa es la borrosa diferencia entre los desamparados de las ciudades y los caminantes como yo. Uno puede asomarse al mundo de las escasas aunque definitivas reglas que divide a la gente según su conducta y permanencia callejera. Muchas veces me puse a pensar? ¿Qué quiero encontrar? Un atisbo de vida linyera hecha de nada, solamente de miedo y ventajismo inmediato; o algún viejo ideal contemporáneo que proponía la caminata como tesis de una nueva religión urbana. Es demasiado confuso y no estoy seguro? Debido a eso he seguido andando, por inseguridad y por vacío de la voluntad, como si la caminata fuera la última experiencia que puedo ofrendar al paisaje de ruinas por donde me muevo, sin fuerzas para remontarlo ni destruirlo.
* Editorial Alfaguara.